El hombre dijo a la oveja: -¡Te voy a proteger!
Y a la oveja le gustó.
-Apenas -dijo el hombre- tienes en las espaldas, para resistir al frío, algunas hebras de gruesa lana. Vives en rocas ásperas, donde tienes que brincar a cada paso, con riesgo de tu vida, para buscar el escaso alimento, el pobre pasto que allí crece. Los leones no te dejan en paz. Crías hijos flacos con tu poca leche, y da pena ver en semejante miseria a ti y a toda tu familia. Ven conmigo. Te daré rico vellón de lana fina y tupida, perseguiré a tus enemigos, curaré tus enfermedades, tendrás parques seguros y prados abundantes. Verás, tus corderos, ¡qué gordos serán! Ven, pues; te voy a proteger.
Y fue la oveja, balando de gozo.
El hombre, primero, la encerró en un corral. Quiso ella salir; un perro le mordió el hocico.
Le hirieron en la oreja con un cuchillo y la metieron en un baño, frío, de olor muy feo.
Por fin, de compañero, le dieron un carnero que a ella no le gustaba nada.
En vano protestó.
-Es para tu bien -dijo el hombre-: ¿no ves que te estoy protegiendo?
Poco a poco se fue acostumbrando.
Sus formas agrestes cambiaron por completo; sus mechones cerdosos se volvieron lana, y se hinchó de orgullo al ver su hermoso vellón.
Entonces, el hombre la esquiló.
La oveja tuvo magníficos hijos, rebosantes de salud y redondos de gordura.
El hombre se los llevó, sin decirle para donde.
La oveja quiso saltar el corral para seguirlos, y rompió un listón de madera.
El hombre, furioso, asestándole un golpe en la cabeza:
-¡Vaya! -dijo-, ¡métase uno a proteger ingratos!