La Telesita

Requirió el capataz sus armas, y caminó por la orilla laguna. Llegaban del callejón bullentes ecos, y hasta la tranquera del corral los visionarios perros atropellábanse toreando. Nada se discernía, sin embargo, a pesar de la noche diáfana. Algunos sauces lacios sombreaban la opuesta margen, hasta donde se extendía el agua, aplanada en quietud de espejo. De súbito, varios patos domésticos que dormitaban por allí, se despertaron parpando pavores a la desaforada, cuando una sombra pasó de fuga bajo aquellos árboles, reflejándose invertidas en el bruñido azogue de la presa. Se hizo largo silencio, el hombre corrió hacia allá, y vio a la aparición, semivestida de harapos, pugnando por zafarse de los perros, y apercollándola, gritóle: _¿Sois de este mundo o del otro? La luna se arrebujó de nubes en aquel instante; sutil penumbra veló como de intento la campaña, y una carcajada estridente, larga, cromática, respondió a su reclamo. ¡Era la Telesita! Tiempo hacía que peregrinaba por los bosques tan extraña mujer. Conocida su fama y su bondad, la acogieron caritativamente; pernoctó en el galpón y al día siguiente avióse, para aparecer después a las riberas del Dulce o sobre la costa del Salado. Se llamaba Telésfora o Teresa; tenía padres y hermanos; hasta se indicaba el sitio de su cuna: Paaj - yaquitu... Pero tanto había impresionado al alma crédula de la raza su vida vagabunda y excéntrica, que comenzaron por adulterar en diminutivo de leyenda su nombre bautismal, y concluyeron después de su trágica muerte por convertir su espíritu en una especie de Dionisios femenino y sin forma, cuyo culto en la selva era como en la Grecia jubilosa, culto de guirigayes y coplas, de libaciones y danzas. Yo he visto esas ceremonias. Habíamos galopado largo trecho del monte, y a fin de que las cabalgaduras descansaran, nos detuvimos en un rancho, casi a mitad de nuestro camino. Al acercarnos, se sintió la música entre la confusa arbórbola; y columbramos después el grupo de los que en el antepatio de la choza, bailaban a la luz de la luna. Moraba allí una vieja alegre, bien conocida en el lugar, por ser la madre de dos muchachas jóvenes, zarca de ojos la una, morena de tez la otra, y ambas dispuestas siempre, lo mismo para una arunga que para un marote. Siendo sábado esa noche, estaban de fiesta... Cuando asomamos al corro, un hijo de una señora, jarifo como sus hermanas vino a ofrecerme su anacrónico chambao de aloja, a menos que prefiriese escanciar ginebra, en bote donde habían suxado ya más de veinte labios. Danzaban chacareras en aquel momento, y a son de cuerdas, el cantor decía: Si de cristales fuesen Los corazones Qué bien claras se viesen Las intenciones. Y uso los pies de la pareja, en la postrer mudanza, chisporrotearon cohetes; zahumóse el aire con el hedor de la pólvora; corvetearon caballos bajo los árboles; sonaron voces y palmoteos en la turba; y así volvió a mostrárseme el cuadro ya conocido de las orgías selváticas. No siendo carnaval, ni reyes, ni noche buena, ni otra alguna de las ocasiones clásicas, pregunté el motivo de la fiesta. - Es una promesa a la Telesita. - me bisbisó un paisano cuyo bigote en garfio adornaba las ondas comisuras de su boca sensual. Averigué quién era la Telesita, y él respondióme con laconismo reacio: - Ánima milagrosa... Como en ese instante se acercaba el ladino de la casa, él abundó en explicaciones. - Si usted quiere ganar una carrera, o sanar un enfermo, o encontrar una cosa que se le pierda... vamos: algo que usted desea le hace una promesa a la Santa. - ¿Promesa de qué? - De ponerle un baile. Era su deidad milagrosa, la pobre loca oriunda de esas breñas, santificadas por las devociones. Cuando vivió en el bosque, aparecíase hoy en una estancia, más tarde en otras de comarcas luengas. Salvaba a pie distancias fatigosas, recogiéndose a la vera de los caminos, donde asustaba muchas veces a los viajeros nocturnos, o pidiendo albergue en los ranchos, donde encontraba un chuse para dormir, un lienzo para cubrir su engurrunido seno, y para el hambre o la sed de tales jornadas: aloja, charqui, locro, amka, lo que pudiesen darle en el desmantelado chocil. Vagaba sin cesar y sin destino, llevando inoficiosamente a cuestas, sobre el pachquil de la cabeza, de un punto al otro de la selva, carga de leñas y de trastos. La acogieron primero con timidez, en seguida con piedad, al fin con cierta supersticiosa inquietud... Era su rostro bello dentro del tipo de la raza; pero la fijeza anormal de su mirada, cernía sobre su faz algo de lúgubre el alma entera náufraga en ancestrales desventuras. Y agregaba mi interlocutor: - El promesante paga las velas y los licores. Entonces preguntábale yo: -¿y qué se hace en el baile? A lo cual respondía generosamente: - Chupar y danzar y cantar... El promesante debe tomar siete copas por Ella... Cuando las velas se acaban, el baile sagrado concluye; pero quienes quieran pueden seguir. -¿Y las velas? - Ahí están- y se empinó, señalándome con el índice catorce cabos derretidos y coronados por tantas llamas lívidas que oscilaban, umbral adentro de la oscura choza, sobre una mesa adornada de randas y flores. El rito encerraba, quizás, mucho de ingenuo, mas en su espíritu era fiel a la tradición. La Telesita había sido alcoholista y aficionada a los bailes. Muchas veces desvió su rumbo al oír en la noche de las espesuras natales, el compás de los bombos. La acogían también allí; y este recuerdo debió inspirar de nuevo en medio de la selva santiagueña, los cultos dionisíacos que originaron la tragedia antigua: no faltaban ni la deidad orgiástica, ni la ronda báquica ni el ditirambo del coro, a cargo aquí de los trovadores populares: Cuando un pobre se emborracha De un rico en la compañía: La del pobre borrachera La del rico es alegría. Veíase a las claras cómo se amargaron allí las supersticiones católicas del milagro, las costumbres paganas del bosque, y la suprema intuición metafísica que adoraba al puro espíritu de la muerta sin haber caído en las formas de un subalterno fetichismo: pues a nadie se le hubiese ocurrido tallar en la madera de sus árboles la efigie de la santa. -¿Lo ve a ese mozo que está pintando cerca del violinista?- me preguntó después el del coloquio. -¿Cuál? - Ese saco blanco ... Bueno: ese mozo estaba muy mal enfermo... ; lo agarró fuerte el costado...; quince días en cama....; ya la médica dijo que no se iba a levantar... Le hicieron una promesa a la Telesita: y ahí lo tiene usté. Y como en el curso de la conversación preguntasen si ya había concluído la parte religiosa del baile, me respondieron: - No, señor. Este es más largo porque son dos promesas: la otra fue para que la Telesita hiciera encontrar un caballo de mi primo. - ¿Y lo encontraron? - Sí, es ese mala cara que está en el palenque. Seguían en el corro coplas, músicas, piruetas, contradanzas, aplausos, chundas, zapateadas, libaciones, contoneos, zarabandas y cohotes- mientras el mozo se expedía con tan fácil locuocidad, gracias a los licores que escanciara. ¿Cómo había podido esa vida tan siniestra inspirar este culto tan alegre? ... Fueron los días de la Telesita, torvas ambulaciones de neurosis concluídas en un desenlace de tragedia. Recorrió los senderos como una sombra de delirio. Lo despeinado de su breña encuadraba en hirsutos aladares el rostro lleno de inconciencia mística. Impresionaban la orfandad de su suerte, sus peregrinaciones angustiosas, la noche trágica de sus ojos, su mutismo habitual y siniestro, su castidad incólume, y la juventud que ardía como una llama lóbrega sobre su sexo ya marchito... Iba descalzo el pie, de sudores tringosa la vestidura, y raída por la hostilidad de los ramajes... Hasta que cierto día su cuerpo nómade se extinguió en un incendio de árboles, de donde su alma taumaturga surgió beatificada por el espíritu del fuego. Encaminándose por el bosque en una de sus habituales peregrinaciones murió quemada, según la tradición. Marchaba por su ruta, aquella tarde de invierno, aterida de frío, cuando vio resplandecer a lo lejos un árbol coronado de llamas. Lo incendiaron, tal vez, a designio, industriales que buscaban carbón; o casualmente propagóse alguna hoguera dejada al pie por otros viajeros de la víspera. La vagabunda se acercó para calentar sus entumecidos miembros, y una lengua de fuego, de las que abrazaban el tronco, lamió el graciento andrajo de su falda, encendiéndola de antuvión. Huyó la desventurada por la ruta, dando gritos atroces; pero el viento contrario de su fuga atizábala cual a una desvastadora tea. Llagada hasta los huesos, flameaban fuegos como alas rojas sobre sus hombros; y en su frente, voraces llamas como cabelleras de furia. Y dijérase que allí, consumida su carne por ese elemento de biblíca purificaciones, su alma desencarnada pudo expandirse mas hermosamente trágica en la infinitud de su demencia, hasta que olvidados los episodios reales de su vida, y perdurables sólo cuanto hubo en ella de extraordinario, el viejo culto de los muertos la erigiese en deidad protectora del bosque donde nació.-